domingo, 2 de octubre de 2011

CAZADORES DE MICROBIOS

CAPITULO I
ANTONY LEEUWENHOEK
EL PRIMER CAZADOR DE MICROBIOS

I

Hace doscientos cincuenta años que un hombre humilde, llamado Leeuwenhoek,
se asomó por vez primera a un mundo nuevo y misterioso poblado por millares de
diferentes especies de seres diminutos, algunos muy feroces y mortíferos, otros útiles
y benéficos, e, incluso, muchos cuyo hallazgo ha sido más importantísimo para la
Humanidad que el descubrimiento de cualquier continente o archipiélago.
Ahora, la vida de Leeuwenhoek es casi tan desconocida como lo eran en su
tiempo los fantásticamente diminutos animales y plantas que él descubrió. Esta es la
vida del primer cazador de microbios. Es la historia de la audacia y la tenacidad que le
caracterizaron a él, y que son atributos de aquellos que movidos por una infatigable
curiosidad exploran y penetran un mundo nuevo y maravilloso.
Estos cazadores, en su lucha por registrar este microcosmos no vacilan en jugarse
la vida. Sus aventuras están llenas de intentos fallidos, de errores y falsas
esperanzas. Algunos de ellos, los más osados, perecieron víctimas de los mortíferos
microorganismos que afanosamente estudiaban. Para muchos la gloria lograda por
sus esfuerzos fue vana o ínfima.
Hoy en día los hombres de ciencia constituyen un elemento prestigioso de la
sociedad, cuentan con laboratorios en todas las grandes ciudades y sus proezas llenan
las páginas de los diarios, a veces aún antes de convertirse en verdaderos logros. Un
estudiante medianamente capacitado tiene las puertas abiertas para especializarse en
cualquiera de las ramas de la ciencia y para ocupar con el tiempo una cátedra bien
remunerada en una acogedora y bien equipada universidad. Pero remontémonos a la
época de Leeuwenhoek, hace doscientos cincuenta años, e imaginémonos al joven
Leeuwenhoek, ávido de conocimientos, recién egresado del colegio y ante el dilema de
elegir carrera. En aquellos tiempos, si un muchacho convaleciente de paperas
preguntaba a su padre cuál era la causa de este mal, no cabe duda que el padre le
contestaba: «El enfermo está poseído por el espíritu maligno de las paperas». Esta
explicación distaba de ser convincente, pero debía aceptarse sin mayores
indagaciones, por temor a recibir una paliza o a ser arrojado de casa por el
atrevimiento de poner en tela de juicio la ciencia paterna. El padre era la autoridad.
Así era el mundo hace doscientos cincuenta años, cuando nació Leeuwenhoek. El
hombre apenas había empezado a sacudirse las supersticiones más obscuras,
avergonzándose de su ignorancia. Era aquel un mundo en el que la ciencia ensayaba
sus primeros pasos; la ciencia, que no es otra cosa sino el intento de encontrar la
verdad mediante la observación cuidadosa y el razonamiento claro. Aquel mundo
mandó a la hoguera a Servet por el abominable pecado de disecar un cuerpo humano,
y condenó a Galileo a cadena perpetua por haber osado demostrar que la Tierra
giraba alrededor del Sol.
Antonio van Leeuwenhoek nació en 1632, entre los azules molinos de viento, las
pequeñas calles y los amplios canales de Delft, Holanda. Descendía de una honorable
familia de fabricantes de cestos y de cerveza, ocupaciones muy respetadas aún en la
Holanda de hoy. El padre de Antonio murió joven; la madre envió al niño a la escuela
para que estudiara la carrera de funcionario público; pero a los 16 años arrumbó los


libros y entró de aprendiz en una tienda de Amsterdam. Esta fue su universidad.
Imaginemos a un estudiante de ciencias moderno adquiriendo conocimientos
científicos entre piezas de tela, escuchando durante seis años el tintineo de la
campanilla del cajón del dinero, y teniendo que mostrarse siempre amable con la
larga fila de comadres holandesas que regateaban hasta el último centavo en forma
desesperante. Pues bien, ¡durante seis años, esta fue su universidad!.
A los 21 años, Leeuwenhoek abandonó la tienda y regresó a Delft; se casó y abrió
su propia tienda de telas. En los veinte años que sucedieron se sabe muy poco de él,
salvo que se casó en segundas nupcias y tuvo varios hijos, que murieron casi todos de
tierna edad. Seguramente fue en ese período cuando le nombraron conserje del
Ayuntamiento de Delft y le vino la extraña afición de tallar lentes. Había oído decir
que fabricando lentes de un trozo de cristal transparente, se podían ver con ellas las
cosas de mucho mayor tamaño que lo que aparecen a simple vista. Poco sabemos de
la vida de Leeuwenhoek entre sus 20 y 40 años, pero es indudable que por esos
entonces se le consideraba un hombre ignorante; no sabía hablar más que holandés,
lengua despreciada por el mundo culto que la consideraba propia de tenderos,
pescadores y braceros. En aquel tiempo, las personas cultas se expresaban en latín,
pero Leeuwenhoek no sabía ni leerlo. La Biblia, en holandés, era su único libro. Con
todo, su ignorancia lo favoreció, porque aislado de toda la palabrería docta de su
tiempo no tuvo más guía que sus propios ojos, sus personales reflexiones y su
exclusivo criterio. Sistema nada difícil para él, pues nunca hubo hombre más terco
que nuestro Antonio Leeuwenhoek.
¡Qué divertido sería ver las cosas aumentadas a través de una lente! Pero,
¿comprar lentes? ¿Leeuwenhoek? ¡Nunca! Jamás se vio hombre más desconfiado.
¿Comprar lentes? No, ¡él mismo las fabricaría!.
Visitando las tiendas de óptica aprendió los rudimentos necesarios para tallar
lentes; frecuentó el trato con alquimistas y boticarios, de los que observó sus
métodos secretos para obtener metales de los minerales, y empezó a iniciarse en el
arte de los orfebres. Era un hombre de lo más quisquilloso; no le bastaba con que sus
lentes igualaran a las mejor trabajadas en Holanda, sino que tenía que superarlas; y
aun luego de conseguirlo se pasaba horas y horas dándoles una y mil vueltas.
Después montó sus lentes en marcos oblongos de oro, plata o cobre que el mismo
había extraído de los minerales, entre fogatas, humos y extraños olores. Hoy en día,
por una módica suma, los investigadores pueden adquirir un reluciente microscopio;
hacen girar el tornillo micrométrico y se aprestan a observar, sin que muchos de ellos
sepan siquiera ni se preocupen por saber cómo está construido el aparato. Pero en
cuanto a Leeuwenhoek...
Naturalmente, sus vecinos lo tildaban de chiflado, pero aún así, y pesar de sus
manos abrasadas, y llenas de ampollas, persistió en su trabajo, olvidando a su familia
y sin preocuparse de sus amigos. Trabajaba hasta altas horas de la noche en apego a
su delicada tarea. Sus buenos vecinos se reían para sí, mientras nuestro hombre
buscaba la forma de fabricar una minúscula lente —de menos de tres milímetros de
diámetro— tan perfecta que le permitiera ver las cosas más pequeñas enormemente
agrandadas y con perfecta nitidez. Sí, nuestro tendero era muy inculto, pero era el
único hombre en toda Holanda que sabía fabricar aquellas lentes, y él mismo decía de
sus vecinos: «Debemos perdonarlos, en vista de su ignorancia».
Satisfecho de sí mismo y en paz con el mundo, este tendero se dedicó a examinar
con sus lentes cuanto caía en sus manos. Analizó las fibras musculares de una ballena
y las escamas de su propia piel en la carnicería consiguió ojos de buey y se quedó
maravillado de la estructura del cristalino. Pasó horas enteras observando la lana de
ovejas y los pelos de castor y liebre, cuyos finos filamentos se transformaban, bajo su
pedacito de cristal, en gruesos troncos. Con sumo cuidado disecó la cabeza de una

mosca, ensartando la masa encefálica en la finísima aguja de su microscopio. Al
mirarla, se quedó asombrado. Examinó cortes transversales de madera de doce
especies diferentes de árboles, y observó el interior de semillas de plantas.
«¡Imposible!», exclamó, cuando, por vez primera, contempló !a increíble perfección
de la boca chupadora de una pulga y las patas de un piojo. Era Leeuwenhoek como un
cachorro que olfatea todo lo que hay a su alrededor, indiscriminadamente, sin existir
miramiento alguno.
II
Jamás hubo hombre más escéptico que Leeuwenhoek. Miraba y remiraba, una y
cien veces, este aguijón de abeja o aquella pata de piojo; durante meses enteros
dejaba clavadas muestras en la aguja de su extraño microscopio, y para poder
observar otras cosas se vio precisado a fabricar cientos de microscopios. Así podía
volver a examinar los primeros especímenes y confrontar cuidadosamente el resultado
de las nuevas observaciones. Sólo hasta estar seguro de que no había variación
alguna en lo que atisbaba, después de mirarlo y remirarlo cientos de veces, sólo
entonces, digo, hacía algún dibujo de sus observaciones. Y, aún así, no quedaba del
todo satisfecho y solía decir:
«La gente que por primera vez mira por un microscopio dice: «Ahora veo una
cosa, luego me parece diferente». Es que el observador más hábil puede equivocarse.
En estas observaciones he empleado más tiempo del que muchos creerían; pero las
realicé con sumo gusto, haciendo caso omiso de quienes me preguntaban que para
qué me tomaba tanto trabajo y con qué finalidad. Pero yo no escribo para estas
gentes, sino para los filósofos».
Así, durante veinte años, trabajó en completo aislamiento. En aquel tiempo, la
segunda mitad del siglo XVII, surgían nuevos movimientos en todo el mundo. En
Inglaterra, Francia e Italia, hombres singulares comenzaban a dudar de aquello que
hasta entonces era considerado como verdad. «Ya no nos callamos porque Aristóteles
afirme tal cosa o el Papa tal otra», decían estos rebeldes. «Sólo nos fiaremos de
nuestras propias observaciones mil veces repetidas, y de los pesos exactos de
nuestras balanzas. Únicamente nos atendremos al resultado de nuestros
experimentos, y nada más». Y en Inglaterra unos cuantos de estos revolucionarios
formaron una sociedad llamada The Invisible College; que tuvo que ser invisible,
porque si Cromwell se hubiera enterado de los extraños asuntos que pretendían
dilucidar, los habría ahorcado por conspiradores y herejes. ¡Y hay que ver a qué
experimentos llegaron aquellos investigadores tan escépticos! La sabiduría de aquel
tiempo afirmaba que si se ponía una araña dentro de un círculo hecho con polvo de
cuerno de unicornio, aquélla no podría salir de él. Y ¿qué hicieron los miembros del
Invisible College? Uno de ellos aportó lo que se suponía ser polvo de cuerno de
unicornio, y otro llegó con una pequeña araña. La Sociedad entera se arremolinó bajo
la luz de grandes candelabros, y en medio de un gran silencio empezó el experimento
con el siguiente resultado:
«Se hizo un cerco con polvo de cuerno de unicornio, colocando una araña en el
centro, pero inmediatamente la araña salió corriendo fuera del círculo». ¡Qué
elemental!, pensaríamos hoy. ¡Naturalmente! Pero recordamos que entre los
miembros de aquella sociedad se encontraba Roberto Boyle, fundador de la química
científica, y también Isaac Newton. Así era el Invisible College, y al ascender Carlos II
al trono, el College salió de la clandestinidad, alcanzando la dignidad de Real Sociedad
de Inglaterra. Sus miembros fueron el primer auditorio de Leeuwenhoek! En Delft,
había un hombre que no se reía de Antonio van Leeuwenhoek: era Regnier de Graaf,
a quien la Real Sociedad nombrara miembro correspondiente por haberla informado
sobre sus estudios del ovario humano. Aunque ya en ese entonces Leeuwenhoek era
muy huraño y desconfiado, permitió a Graaf que mirase por aquellos diminutas lentes,
únicas en toda Europa. Después de mirar por ellas, Graaf se sintió avergonzado de su
propia fama y se apresuró a escribir a sus colegas de la Real Sociedad:
«Hagan ustedes que Antonio van Leeuwenhoek les escriba sobre sus
descubrimientos.
Con toda la ingenua familiaridad dé un campechano que no se hace cargo de la
profunda sabiduría de los filósofos a quienes se dirige, Leeuwenhoek contestó al ruego
de la Real Sociedad. Fue una misiva larga, escrita en holandés vulgar, con digresiones
sobre cuanto existe bajo las estrellas. La carta iba encabezada así: «Exposición de
algunas de las observaciones, hechas con un microscopio ideado por Míster
Leeuwenhoek, referente a las materias que se encuentran en la piel, en la carne, etc.;
al aguijón de una abeja, etc.» La Real Sociedad estaba absorta. Aquellos sofisticados
y sabios caballeros quedaron embobados, y les hizo gracia; pero, sobre todo, la
Sociedad quedó asombrada de las maravillas que Leeuwenhoek aseguraba haber visto
a través de sus lentes. Al dar las gracias a Leeuwenhoek, el Secretario de la Real
Sociedad le dijo que esperaba que esa su primera comunicación fuera seguida de
otras. Y, lo fue, por cientos de ellas en el transcurso de cincuenta años. Eran unas
cartas en estilo familiar, saturadas de sabrosas comentarios sobre la ignorancia de sus
vecinos exponiendo las imposturas de los charlatanes y refutando supersticiones
añejas; entreveraba reportes de su propia salud, pero entre párrafo y párrafo de esta
prosa familiar, los esclarecidos miembros de la Real Sociedad tenían el honor de leer
descripciones inmortales y gloriosas de los descubrimientos hechos con el ojo mágico
de aquel tendero de Delft. ¡Y qué descubrimientos! Cuando se para mientes en ellos,
muchos de los descubrimientos científicos fundamentales nos parecen sencillísimos.
¿Cómo explicarnos que por miles de años los hombres anduvieran a tientas sin ver lo
que tenían ante sus ojos? Lo mismo sucedió con los microbios. Hoy en día casi no hay
nadie que no los haya contemplado haciendo cabriolas en la pantalla de algún
cinematógrafo; gentes de escasa instrucción los han visto nadar bajo las lentes de los
microscopios, y el más novato de los estudiantes de Medicina está en posibilidad de
mostrarnos los gérmenes de cientos de enfermedades. ¿Por qué fue tan difícil, pues,
descubrir los microbios?
Pero dejemos a un lado nuestra petulancia, y recordemos que cuando
Leeuwenhoek nació no existían microscopios, sino simples lupas o cristales de
aumento a través de los cuales podría haber mirado Leeuwenhoek, hasta envejecer,
sin lograr descubrir un ser más pequeño que el acaro del queso. Ya hemos dicho que
cada vez perfeccionaba más sus lentes, con persistencia de lunático, examinando
cuanta cosa tenía por delante, tanto las más íntimas como las más desagradables.
Pero esta aparente manía, le sirvió como preparación para aquel día fortuito en que, a
través de su lente de juguete, montada en oro, observó una pequeña gota de agua
clara de lluvia.
Lo que vio aquel día, es el comienzo de esta historia. Leeuwenhoek era un
observador maniático; pero ¿a quién, sino a un hombre tan singular se le habría
ocurrido observar algo tan poco interesante: una de las millones de gotas de agua que
caen del cielo? Su hija María, de 19 años, que cuidaba cariñosamente a su
extravagante padre, lo contemplaba, mientras él, completamente abstraído, cogía un
tubito de cristal, lo calentaba al rojo vivo y lo estiraba hasta darle el grosor de un
cabello... María adoraba a su padre. ¡Ay del vecino que se permitiera burlarse de él!
Pero, ¿qué demonios se proponía hacer con ese tubito capilar?
Ahora, nuestro distraído hombre, con ojos dilatados, rompe el tubo en pedacitos,
sale al jardín y se inclina sobre una vasija de barro que hay allí para medir la cantidad

de lluvia caída. Regresa al laboratorio, enfila el tubito de cristal en la aguja del
microscopio...
De pronto se oye la agitada voz de Leeuwenhoek:
—¡Ven aquí! ¡Rápido! ¡En el agua de lluvia hay unos bichitos! ¡Nadan! ¡Dan
vueltas! ¡Son mil veces más pequeños que cualquiera de los bichos que podemos ver
a simple vista! ¡Mira lo que he descubierto!
Había llegado el día de su vida para Leeuwenhoek. Alejandro descubrió en la India
elefantes gigantescos hasta entonces jamás vistos por los griegos; pero estos
elefantes eran tan conocidos para los indios como los caballos para Alejandro. César,
en Inglaterra, se encontró con salvajes que lo dejaron asombrado; pero esos
británicos se conocían entre sí como los centuriones a César... ¿Balboa? ¡Cuánto se
ufanó por haber contemplado el Pacífico antes que ningún europeo! Y aquel océano
era tan conocido para los indios de Centroamérica como el Mediterráneo para Balboa!
Pero Leeuwenhoek...
Este conserje de Delft había admirado un mundo fantástico de seres invisibles a
simple vista, criaturas que habían vivido, crecido, batallado y muerto, ocultas por
completo a la mirada del hombre desde el principio de los tiempos; seres de una
especie que destruye y aniquila razas enteras de hombres diez millones de veces más
grandes que ellos mismos; seres más fieros que los dragones que vomitan fuego, o
que los monstruos con cabeza de hidra; asesinos silenciosos que matan a los niños en
sus cunas tibias y a los reyes en sus resguardados palacios. Este es el mundo
invisible, insignificante pero implacable —y a veces benéfico— al que Leeuwenhoek,
entre todos los hombres de todos los países, fue el primero en asomarse. Ese fue el
día de su vida para Leeuwenhoek...
III
Nuestro hombre no se avergonzaba de la admiración y el asombro que le causaba
la Naturaleza, tan llena de sucesos desconcertantes y de cosas imposibles. ¡Cómo me
gustaría remontarme a aquellos albores de la ciencia, cuando los hombres empezaron
a dejar de creer en los milagros, encontrándose ante nuevos acontecimientos, mucho
más prodigiosos! ¡Si por un momento pudiera experimentar lo que sentía nuestro
ingenuo holandés: su emoción al descubrir aquel mundo, y la náusea que le
provocaban aquellos «despreciables bichos» pululantes, como él los llamaba!
Ya he dicho que Leeuwenhoek era un hombre muy desconfiado. Tan
enormemente pequeños y extraños eran aquellos animalitos, que no le parecían
verdaderos; por lo que los observó hasta que las manos se le acalambraron de tanto
sostener el microscopio y los ojos se le enrojecieron de tanto fijar la vista. Pero era
cierto. Vio de nuevo aquellos seres, y no sólo una especie, sino otra mayor que la
primera, «moviéndose con gran agilidad en sus varios pies de una sutileza increíble».
Descubrió una tercera especie y una cuarta, tan pequeña que no pudo discernir su
forma. ¡Pero está viva! ¡Se mueve, recorre grandes trechos en este inmenso mundo
de una gota de agua! ¡Qué seres más ágiles!
«Se detienen; quedan inmóviles, como en equilibrio sobre un punto, luego giran
con la rapidez de un trompo, describiendo una circunferencia no mayor que un granito
de arena». Así los definió Leeuwenhoek.
Este hombre, que aparentemente trabajaba sin plan ni método, era muy
perspicaz. Nunca se lanzó a teorizar, pero era un mago en mediciones. La dificultad
estaba en conseguir una medida para objetos tan pequeños. Con el ceño fruncido,
musitaba: «¿De qué tamaño será realmente el más diminuto bichejo?» Ansioso por
encontrar una unidad de medida, hurgo en los rincones de su memoria, entre las
miles de cosas que había observado con tanto detenimiento. El resultado de sus
cálculos fue: «Este animalillo es mil veces más pequeño que el ojo de un piojo
grande». Era un hombre de precisión. Porque nosotros sabemos ahora que el ojo de
un piojo adulto no es mayor ni menor que los ojos de diez mil congéneres suyos.
Podía pues, servirle de tipo de comparación.
Pero, ¿de dónde procedían esos extraños y minúsculos habitantes de la gota de
agua? ¿Llovieron del cielo? ¿Treparon, sin ser vistos, desde el suelo al tiesto? ¿Los
habría creado Dios, de la nada, a su capricho? Leeuwenhoek creía en Dios con el
mismo fervor que cualquier holandés del siglo XVII; siempre mencionaba a Dios como
el Creador del Universo, y no sólo creía en él, sino que lo admiraba desde el fondo de
su corazón. ¡Era tan grande, que sabía modelar con sumo primor las alas de las
abejas! Pero, al mismo tiempo, Leeuwenhoek era también materialista; su buen
sentido le indicaba que la vida procede de la vida. Su fe sincera le decía que Dios
había creado todos los seres vivientes en seis días, iniciando un proceso, para luego
descansar y dedicarse a recompensar a los buenos observadores, castigando a los
chapuceros y charlatanes. Descartó como improbable la posibilidad de que aquellos
animantes cayeran del cielo. ¡Cierto era que Dios no podía hacer surgir de la nada a
los animalitos que había encontrado en el tiesto! Sólo había una forma de dilucidar
esta cuestión... experimentando.
Leeuwenhoek lavó cuidadosamente un vaso, lo secó y lo puso debajo del canalón
del tejado; tomó una gotita en uno de sus tubos capilares y corrió a examinarla bajo
el microscopio... ¡Sí! Allí se encontraban nadando unos cuantos bichejos... «¡Existen
hasta en el agua de lluvia reciente!» Pero, en realidad, no había probado nada, pues
quizá vivieran en el canalón, y el agua les arrastrara...
Entonces tomó un plato grande de porcelana, «esmaltado de azul en el interior»,
lo limpió esmeradamente y, saliendo a la lluvia, lo colocó encima de un gran cajón,
cerciorándose de que las gotas de lluvia no salpicaran lodo dentro del plato; tiró la
primera agua para que la limpieza del recipiente fuera absoluta, y después recogió en
sus delgados tubitos unas gotas, regresando a su laboratorio...
«Lo he demostrado. Esta agua no contiene ni un solo bicho. ¡No caen del cielo!»
Conservo el agua, examinándola hora tras hora y día tras día, y al cuarto día vio
que comenzaban a aparecer los diminutos bichejos junto con briznas de polvo y
pequeñas hilachas. ¡Eso se llama ser pertinaz! ¡Imaginaremos un mundo en el que
todos los hombres sometiesen sus juicios tan absolutos a las ordalías de los
experimentos tan lógicos de un Leeuwenhoek!
¿Y creen ustedes que escribió a la Real Sociedad manifestando lo que acababa de
descubrir? ¡Ni pensarlo! Era un hombre circunspecto. Bajo sus lentes pasaron aguas
de todas clases: agua conservada en la atmósfera confinada de su laboratorio, agua
contenida en una vasija sobre el tejado de su casa, agua de los no muy limpios
canales de Delft, y agua del profundo y fresco pozo de su jardín. En todas ellas pudo
observar los mismos bichos, quedándose boquiabierto ante su enorme pequenez;
encontró que miles de esos seres eran menores que un grano de arena, y
comparándolos con el acaro del queso guardaban la misma proporción que una abeja
con un caballo. Los contemplaba incansablemente, viéndolos «nadar entremezclados,
como un enjambre de mosquitos...»
Andaba atientas, naturalmente, a tropezones, como todos los que desprovistos de
presciencia encuentran lo que nunca se propusieron buscar. Sus nuevos bichejos eran
maravillosos, pero no lo satisfacían; continuaba hurgando en todo lo imaginable,
tratando de observar con más detalle, buscando la razón de las cosas. ¿Qué es lo que
hace picante a la pimienta?, se preguntó un buen día, haciendo la siguiente conjetura:
«Debe haber unos pinchitos en las partículas de la pimienta, que son los que pican la
lengua al comerla...» Pero, ¿existían dichos pinchitos?

Empezó a trajinar con pimienta seca; estornudaba, sudaba, sin conseguir granitos
de pimienta lo suficientemente pequeños para poder examinarlos en el microscopio,
hasta que, finalmente, pensó en remojar la pimienta durante varias semanas, al cabo
de las cuales, con agujas muy finas, aisló una pizca de pimienta casi invisible y la
introdujo con una gota de agua en uno de los tubos capilares, y entonces miró...
Observó algo capaz de trastornar la cabeza al hombre más cuerdo. Se olvidó de los
posibles pinchitos de la pimienta. Con el interés de un niño atento, observó las
maromas de «un increíble número de animalillos de varias clases, que se movían fácil
y desordenadamente de un lado a otro»
Así fue como Leeuwenhoek se tropezó con un magnífico medio de cultivo para
criar a sus nuevos y diminutos animalillos.
¡Ahora sí había llegado el momento de informar de todo esto a los grandes
señores de Londres! Con la mayor sencillez les describió su propio asombro. En
página tras página de pulcra caligrafía, con palabras llanas, les contó cómo un millón
de estos animalillos cabrían en un grano de arena, y cómo una sola gota de su agua
de pimienta, en la que tan bien se desarrollaban, contenía más de dos millones
setecientos mil animalillos...
Traducida al inglés, la carta fue leída a los doctos escépticos que ni siquiera creían
en las virtudes mágicas del cuerno del unicornio, y dejó atónito al sabio auditorio.
¿Pero, qué era eso? ¡El holandés afirmaba haber descubierto unos seres tan
pequeños, que en una sola gota de agua cabían tantos como el número de habitantes
que poblaban su tierra natal! ¡Qué disparate! ¡Era innegable que el acaro del queso
era el animal más pequeño creado por Dios!
Pero hubo unos cuantos miembros de la Real Sociedad que lo tomaron en serio.
La precisión de Leeuwenhoek les constaba: todo lo que hasta ahora les había dado a
conocer fue comprobado. La contestación consistió en una carta dirigida al conserje
científico, rogándole detallara la manera en que había construido su microscopio, y les
explicara su método de observación.
La carta irritó a Leeuwenhoek; la crítica de los idiotas de Delft no le importaba,
pero ¿la Real Sociedad? ¡El creía que trataba con filósofos! ¿Les escribiría revelando
los detalles solicitados o se guardaría, en adelante, para sí, sus observaciones?
Podemos imaginárnoslo murmurando: «¡Santo Dios! Estos métodos para descubrir
grandes misterios, ¡cuántos trabajos y sudores me han costado, qué de befas e
ironías tuve que aguantar para lograr perfeccionar mis microscopios y mis métodos de
observación...!»
Pero los creadores necesitan auditorio. Sabía que los incrédulos de la Real
Sociedad serían tan tenaces en demostrar la inexistencia de sus animalillos como él lo
había sido en descubrirlos. Se sentía hondamente herido, ¡pero los creadores
necesitan público!
Y así fue como contestó, en una extensa carta, asegurando que no exageraba;
explicaba sus cálculos (los modernos cazadores de microbios, con todos sus aparatos,
se muestran sólo ligeramente más exactos), incluyendo una serie de cómputos,
sumas, multiplicaciones y divisiones, hasta que la carta parecía la tarea de aritmética
de un escolar; y terminaba diciendo que muchos ciudadanos de Delft habían visto, con
auxilio de sus lentes, aquellos extraños y novedosos de animalitos, y que lo habían
felicitado por ello, que les enviaría certificados de prominentes ciudadanos de Delft:
dos eclesiásticos, un notario público y otras ocho personas fidedignas, pero que de
ninguna manera les diría el modo en que había fabricado sus microscopios. ¡Cómo
celaba su secreto!
Para que la gente mirase por sus pequeños apáralos, él mismo los sostenía con
sus propias manos; ¡y que no se atrevieran siquiera a tocarlos, porque los echaba de
su casa...! Era como un niño ansioso y orgulloso de enseñar a sus amigos una
hermosa y jugosa manzana, pero sin permitirles tocarla, por temor a que la
mordieran.
Así que la Real Sociedad encargó a Robert Hooke y a Nehemiah Grew la
construcción de los mejores microscopios de que fueran capaces, y también la
preparación de agua de pimienta de la mejor calidad. El 15 de noviembre de 1677
llegó Hooke a la reunión, presa de gran excitación, pues Leeuwenhoek no había
mentido. ¡Allí estaban aquellos increíbles bichos! Los miembros se levantaron de sus
asientos, apiñándose alrededor del microscopio; miraron y exclamaron:
—¡Ese hombre es un mago de la observación!
¡Día inolvidable para Leeuwenhoek! Poco más tarde, la Real Sociedad lo nombró
miembro y le envió un elegante diploma de socio, en una caja de plata cuya tapa
ostentaba grabado el emblema de la Sociedad. La respuesta de Leeuwenhoek no se
dejó esperar: «Os serviré fielmente durante el resto de mi vida». Y, fiel a su promesa,
siguió enviándoles aquellas cartas, mezcla de comentarios familiares y de ciencia,
hasta su muerte, acaecida a los 91 años. Pero ¡enviar un microscopio? La Real
Sociedad llegó hasta comisionar al Dr. Molyneux para que redactara un informe sobre
aquel conserje descubridor de lo invisible. Molyneux le ofreció a Leeuwenhoek una
suma considerable por uno de sus microscopios. Ya que tenía cientos de ellos,
seguramente podría desprenderse de alguno. Pero, ¡no! ¿El señor de la Real Sociedad
deseaba ver algo más? Ahí había en una botella algunos embriones de ostra, acá
diversos animalillos agilísimos, y para que el inglés hiciera sus observaciones, el
holandés sostuvo sus microscopios, mientras con el rabillo del ojo vigilaba al sin duda
honrado visitante, para que no tocase nada o hurtase cualquier cosa...
¡Pero sus instrumentos son maravillosos! —exclamó Molyneux— ¡Muestran las
cosas con una nitidez mil veces mayor que la mejor de las lentes que tenemos en
Inglaterra!
—Mucho me gustaría —contestó Leeuwenhoek— poder enseñarle mis mejores
lentes y mi método especial de observación; pero son cosas que reservo
exclusivamente para mí y que no enseño a nadie, ni a mi propia familia!
IV
Aquellos animalillos se encontraban en todas partes. Leeuwenhoek refirió a la
Real Sociedad cómo hasta en su propia boca había encontrado una multitud de
aquellos seres subvisibles. «A pesar de mis cincuenta años —escribía— tengo la
dentadura excepcionalmente bien conservada, ya que todas las mañanas acostumbro
frotarme enérgicamente los dientes con sal, y después de limpiarme las muelas con
una pluma de ganso me las froto fuertemente con un lienzo...».
Pero al mirarse los dientes con un espejo de aumento, notó que entre ellos le
quedaba una substancia blanca y viscosa...
¿De qué estaría compuesta aquella substancia blanca? Tomó de sus dientes una
partícula de esta substancia, la mezcló con agua de lluvia pura, mojó en ella un tubito
que colocó en la aguja del microscopio, se encerró en su despacho y...
¿Qué era aquello que surgía de la gris opacidad de ,. la lente hasta alcanzar una
perfecta nitidez a medida que enfocaba? He aquí un ser increíblemente sutil que
saltaba en el agua del tubo «como el pez llamado lucio». Había, además, una segunda
especie que nadaba un poco hacia adelante, giraba de repente para dar luego una
serie de cabriolas; había otros seres más lentos de movimiento, como simples palitos
arqueados, pero el holandés, a fuerza de observarlos hasta que se le enrojecieron los
ojos, logro verlos moverse. Estaban vivos, ¡era indudable! ¡Tenía en la boca un
verdadero zoológico! Allí se encontraban criaturas conformadas como cañas flexibles
que se desplazaban con la majestuosa pompa de una procesión episcopal; había
espirales que se remolineaban en el agua como sacacorchos agitados...
Para este hombre, todo lo que caía en sus manos era objeto de experimentación,
hasta su misma persona. Cansado de sus largas observaciones, salió a dar un paseo
bajo los enormes árboles que dejaban caer sus hojas amarillentas en los espejos
obscuros de los canales. Necesitaba descansar. De pronto se encontró con un anciano,
un tipo muy interesante. «Al hablar con este anciano —escribió Leeuwenhoek a la
Real Sociedad—, persona de vida ordenada, que jamás debe aguardiente y rara vez
vino, y no fuma, me fijé, sin querer, en sus dientes largos y descarnados. Se me
ocurrió preguntarle cuánto tiempo hacía que no se los limpiaba, a lo que me contestó
que no lo había hecho jamás en su vida...».
Al instante se olvidó de sus ojos cansados. ¡Vaya zoológico que tendría en la boca
aquel viejo! Arrastró hasta su laboratorio a aquella sucia pero virtuosa víctima de su
curiosidad, esperando, desde luego, encontrar millones de bichejos en su boca; pero
principalmente deseaba comunicar a la Real Sociedad que la boca de aquel hombre
albergaba una nueva especie de criaturas que se deslizaba entre las otras, doblando
su cuerpo en graciosos caireles como una serpiente: ¡el agua del tubito parecía
animada por aquellos pequeñísimos seres!
Parece extraño que en ninguna de sus 112 cartas, Leeuwenhoek hiciera la menor
alusión al daño que esos animalillos le podrían causar al hombre. Los había visto en el
agua potable, los descubrió en la boca, años después los encontró en los intestinos de
las ranas y de los caballos, y hasta en sus propias deyecciones; cuando, le «acometía
una flojedad de vientre» —según su expresión—, los encontraba por enjambres, sin
que jamás se le ocurriera que aquellos animalitos pudieran ser la causa de su mal. Los
cazadores modernos —si es que disponen de tiempo para estudiar los escritos de
Leeuwenhoek— tienen mucho que aprender de su renuncia a sacar conclusiones
precipitadas, evitando dejarse llevar por la imaginación, pues en los últimos cincuenta
años resulta que miles de microbios fueron denunciados como causantes de otras
tantas enfermedades siendo así que, en la mayoría de los casos, esos gérmenes no
eran sino huéspedes casuales del cuerpo al presentarse la enfermedad. Leeuwenhoek
tenía mucho cuidado de no hacer atribuciones precipitadas; por su sano instinto
comprendía la complejidad infinita de la realidad, y dado el confuso laberinto de
causas que rigen la vida, evitaba caer en el peligro de determinar a una cosa como
causa de otra...
Corrieron los años. Continuó al frente de su tienda y se ocupó de que el
ayuntamiento de Delft estuviera bien barrido; se volvió más brusco y desconfiado,
pasando más y más horas en mirar por sus centenares de microscopios, y consumó
un sinnúmero de descubrimientos admirables. Fue el primero en observar, en la cola
de un pececillo cuya cabeza insertó previamente en un tubo de cristal, los vasos
capilares por los que pasa la sangre de las arterias a las venas, completando así la
teoría de la circulación de la sangre del inglés Harvey. Para sus ojos escudriñadores,
hasta las cosas de la vida más sagradas, más inmundas y más. románticas, eran sólo
material interesante para la observación. Descubrió los espermatozoides del hombre,
y su fría investigación de cosas tan delicadas habría podido ser tildada de indecorosa
de haberse tratado de un hombre menos inocente que él. Con el devenir de los años
su nombre llegó a ser conocido en toda Europa; Pedro el Grande de Rusia pasó a
saludarle, y la reina de Inglaterra hizo un viaje a Delft con el único fin de contemplar
las maravillas que se veían a través de sus microscopios. A petición de la Real
Sociedad refutó toda clase de supersticiones; y aparte de Robert Boyle e Isaac
Newton, fue el más famoso de los miembros de aquella institución. ¿Perdió la cabeza
con tantos honores? De ninguna manera, porque, para empezar, ya se tenía en muy
alta estima. Su soberbia no tenía límites, como tampoco su humildad ante el misterio
ignoto que lo rodeaba a él y a todos los hombres. Admiraba al Dios de su patria, pero
su verdadero Dios era la verdad. He aquí su profesión de fe:
«Estoy decidido a no aferrarme tenazmente a mis ideas, abandonándolas tan
pronto como encuentre razones plausibles para hacerlo. Tan cierto es esto como que
mi único propósito, y en la medida de mis fuerzas, es poner la verdad frente a mis
ojos, y emplear el poco talento que me ha sido concedido en apartar al mundo de sus
viejas supersticiones paganas, caminando en la verdad sin abandonarla jamás».
La salud de Leeuwenhoek era verdaderamente sorprendente. A los ochenta años
su mano se veía aún firme cuando sostenía el microscopio para que sus visitantes
mirasen aquellos famosos bichos. Pero le gustaba beber por las noches. ¿A qué
holandés no? Parece que su única indisposición era el malestar que sentía por las
mañanas, natural después de aquellas noches de copeo. Aborrecía a los médicos.
¿Cómo podían entender las enfermedades del cuerpo si no conocían ni la milésima
parte de lo que él sabía de la forma en que estaba constituido? Por consiguiente,
Leeuwenhoek se guiaba por sus propias y extrañas teorías acerca de su malestar.
Sabía que la sangre estaba llena de pequeños glóbulos —había sido el primero en
verlos— y que esos glóbulos tenían que pasar por los delgadísimos capilares para ir de
las arterias a las venas —¿no los había descubierto él mismo en la cola de un pez?—.
Dedujo, pues, que la sangre se espesaba después de aquellas noches de francachela,
dificultando su paso por los capilares. ¡Ya se las arreglaría él para hacerla más fluida!
Sobre esto; escribía a la Real Sociedad:
«Cuando ceno demasiado, a la mañana siguiente tomo muchas tazas de café, lo
más caliente posible, hasta que rompo a sudar. Si con este remedio no consigo
reponerme, tampoco podría lograrlo la farmacopea entera de un boticario. Es lo único
que he hecho durante años cuando he tenido fiebre».
Este hábito de tomar café muy caliente lo condujo a efectuar otra observación,
muy curiosa, relacionada con los animalillos. Todo cuando hacía lo llevaba a espiar un
nuevo hecho de la Naturaleza, pues vivía envuelto en aquellos dramas que se
desarrollaban bajo la lente de su microscopio, como un niño boquiabierto escuchando
un cuento de hadas. No se hastiaba de leer la misma historia de la Naturaleza,
encontrando siempre nuevos aspectos en este libro viviente. Así pues, años más tarde
de haber descubierto en su boca los microbios, una buena mañana, en medio de los
sudores provocados por su plan curativo de beber enormes cantidades de café,
ocúrresele examinar de nuevo la substancia blanca que cubría sus dientes...
¡Pero qué es lo que había sucedido! No encontró ningún animalillo, mejor dicho,
ninguno vivo, pues apenas lograba discernir miríadas de cuerpos inertes y alguno que
otro que se movía lentamente, como enfermo.
«¡En nombre de todos los santos de la corte celestial! —gruñó—. Espero que a
ninguno de los señores de la Real Sociedad se le ocurra buscar bichos en su boca,
pues si no los encuentra va a desmentir mis observaciones...».
¡Pero veamos! El café que acababa de beber estaba tan caliente que casi se
abrasó los labios. Y el sarro observado era el de los dientes incisivos, exactamente por
donde el café había pasado...
¿Qué encontraría si examinaba el sarro de las muelas? «Con gran sorpresa vi una
cantidad increíble de animalillos, en tan pequeña cantidad de sarro, que de no
haberlos visto por mis propios ojos jamás lo habría creído». Procedió luego a efectuar
cuidadosos experimentos en tubos, calentando el agua, con sus minúsculos
habitantes, a una temperatura algo superior a la de un baño caliente;
instantáneamente cesaron las locas carreras de los bichos. Al enfriar el agua no
recobraron su vitalidad. ¡Era el café caliente lo que había matado a los bichejos de sus
dientes incisivos!

¡Con cuánto placer los contempló de nuevo! Pero se sentía molesto y fastidiado
porque no podía distinguir las cabezas ni las colas de aquellos animalillos, que
culebreaban hacia delante y hacia atrás, sin girar, con la misma rapidez. ¡Pero debían
de tener cabezas y colas así como hígado, cerebro y vasos sanguíneos! Con la mente
volvió a su labor de cuarenta años atrás, cuando bajo sus potentes lentes descubrió
que las pulgas y los acaras del queso, tan toscos y sencillos a simple vista, poseían un
sistema tan complicado y perfecto como el humano. Pero, a pesar de sus intentos con
sus mejores microscopios, aquellos animalillos aparecían siempre como simples
cordones o en forma de esferas o espirales. En vista de esto, se contentó con calcular;
para comunicarlo a la Real Sociedad, cuál sería el diámetro de los invisibles vasos
sanguíneos de los microbios. Claro que ni por asomo se le ocurrió dar a entender que
los había visto; únicamente le divertía asombrar a aquellos caballeros con sus
elucubraciones acerca de la increíble pequenez de los microbios.
Si bien Antonio Leeuwenhoek careció de imaginación para deducir que aquellos
«despreciables bichejos» podrían ser la causa de las enfermedades en el hombre,
consiguió demostrar que aquellos seres microscópicos eran capaces de devorar y
matar a seres mucho más grandes que ellos mismos. También solía examinar los
mejillones y cangrejos que sacaba de los canales de Delft. Encontró millones de
embriones en el interior de sus madres e intentó desarrollarlos fuera del cuerpo
materno, en una vasija con agua del canal. «Me pregunto, —se decía—, cómo es que
los canales no están atestados de mejillones, vista la cantidad tan enorme que las
hembras llevan en su interior». Día tras día estuvo hurgando en la vasija de agua que
contenía la masa viscosa de embriones, observándolos con sus lentes para ver si
crecían, ¿pero qué era lo que sucedía allí? Con asombro vio desaparecer el contenido
de las conchas, devorado por millones de microbios que atacaban vorazmente a los
mejillones...
«La vida se alimenta de la vida; es cruel, pero es la voluntad Divina —reflexionó—
. Para nuestro bien indudablemente, porque si estos animalillos no existieran tos
canales estarían atestados de mejillones, dado que cada madre lleva a en su interior
más de un millar de hijos».
Como vemos, Antonio Leeuwenhoek aceptaba y alababa todo como buen hijo de
su tiempo. En aquel siglo, los investigadores no llegaron aún, como más tarde lo hizo
Pasteur, a desafiar a Dios y a protestar ante la inexorable crueldad de la Naturaleza
para con la Humanidad, para con sus hijos...
Pasó Leeuwenhoek de los ochenta años y los dientes se le aflojaron, como tenía
que sucederle incluso a un organismo tan fuerte como el suyo. No se quejó de la
inevitable llegada del invierno de su vida. Se arrancó un diente para examinarlo con
sus lentes, observando los animalillos que encontró en la raíz hueca. ¿Por qué no
estudiarlos una vez más? Quizá descubriría algún nuevo detalle que inadvertidamente
se le hubiera pasado antes. Al llegar a los ochenta y cinco años, sus amigos le
recomendaron que abandonara sus estudios, para descansar. Frunció el ceño y
abriendo sus ojos, aún vivaces, replicó:
Los frutos que maduran en otoño son los más duraderos.
¡A los ochenta y cinco años se consideraba en el otoño de su vida!
Leeuwenhoek era todo un espectáculo: le complacían las exclamaciones de
admiración de aquéllos que se asomaban a su mundo microscópico o de los que
recibían sus deshilvanadas y maravillosas cartas, ¡pero tenían que ser filósofos y
amantes de la ciencia! En cambio, no le gustaba enseñar. «Jamás he enseñado a
nadie —escribió al famoso filósofo Leibnitz—, porque de enseñar a alguien, tendría
que hacerlo con otros. Me impondría a mí mismo una esclavitud, y lo que deseo es
seguir siendo un hombre libre».

«Pero si no enseña usted a la juventud desaparecerá de la Tierra el arte de
fabricar lentes tan precisas como las suyas, y se suspenderá la observación de los
nuevos animalillos» —le contestó Leibnitz.
«Impresionados por mis descubrimientos, los estudiantes y profesores de la
Universidad de Leyden contrataron para impartir clases a tres expertos pulidores de
lentes. ¿Y cuáles han sido los resultados? Nulos, a mi juicio, pues el propósito de tales
cursos es obtener ganancias comerciando con los conocimientos o el prestigio
científico, lo que nada tiene que ver con el descubrimiento de las cosas ocultas a
nuestros ojos. Estoy convencido de que entre un millar de personas no hay una capaz
de continuar mis estudios, pues para ello necesitaría disponer de tiempo ilimitado, y
de mucho dinero, amén de la dedicada atención requerida si se ha de lograr algo...».
Así fue el primer cazador de microbios. En 1723, a la edad de noventa y un años,
en su lecho de muerte llamó a su amigo Hoogvliet. No pudo alzar la mano; sus ojos,
antes llenos de animación, estaba apagados, y los párpados empezaban a sellarse con
el cemento de la muerte; murmuró:
—Hoogvliet, amigo mío, ten la bondad de hacer traducir estas dos cartas que hay
sobre la mesa... Envíalas a la Real Sociedad de Londres...
Cumplía de este modo la promesa hecha cincuenta años atrás, y al escribir
Hoogvliet remitiendo las cartas decía: «Envío a ustedes, doctos señores, el postrer
presente de mi amigo, esperando que sus últimas palabras les serán gratas».
Así traspuso el umbral de la muerte el primer cazador de microbios. Ya leeréis
referente a Spallanzani que fue mucho más brillante; sobre Pasteur, con mayor
imaginación que Leeuwenhoek; acerca de Robert Koch, cuya labor produjo beneficios
más tangibles al tratar de librar a la Humanidad de los tormentos causados por los
microbios, y de otros muchos investigadores que hoy gozan de fama muy superior;
pero ninguno de ellos ha sido tan sincero ni tan desconcertantemente estricto como
este conserje holandés, que bien pudiera haberles dado a todos ellos lecciones de
precisión.

CAPITULO II
LAZZARO SPALLANZANI
LOS MICROBIOS NACEN DE MICROBIOS
I
«Leeuwenhoek ha muerto. ¡Qué dolor! ¡Es una pérdida irreparable!
¿Quién va a continuar ahora el estudio de los animales microscópicos? Tal era la
pregunta que se hacían en Inglaterra los doctos miembros de la Real Sociedad, y en
París, Reamur y la brillante academia Francesa. La contestación no se hizo esperar,
pues apenas, puede decirse, había cerrado los ojos el tendero de Delft, en 1723,
logrando el eterno descanso que tan merecido se tenía, cuando, a mil quinientos
kilómetros, en Scandiano, pueblo del norte de Italia, nació en 1729 otro cazador de
microbios. Este continuador de la obra de Leeuwenhoek, era Lazzaro Spallanzani, un
niño extraño que, aún balbuciente, recitaba versos al mismo tiempo que hacía tortas
de barro, que olvidó estos pasatiempos para realizar experimentos crueles e infantiles
con escarabajos, sabandijas, moscas y gusanos, y que, en lugar de acosar a
preguntas a sus padres, examinaba atentamente los seres vivos de la Naturaleza, les
arrancaba patas y alas y trataba después de volverlas a colocar en su primitivo sitio.
Quería saber cómo funcionaban las cosas, sin que le importase tanto como eran éstas
en sí.
El joven Spallanzani estaba tan decidido a arrancar sus secretos a la Naturaleza,
como lo estuvo Leeuwenhoek, si bien eligió un camino totalmente diferente para
llegar a ser hombre de ciencia. «Mi padre insiste en que estudie leyes, ¿no es eso?»,
reflexionó e hizo como que le interesaban los documentos legales, pero en los
momentos que tenía libre se dedicó a estudiar matemáticas, griego, francés y lógica,
y durante las vacaciones observaba las fuentes, el deslizarse de las piedras sobre el
agua y soñaba con llegar a comprender algún día los fuegos artificiales de los
volcanes.
A hurtadillas, hizo una visita a Vallisnieri, el célebre hombre de ciencia, a quien
dio cuenta de todos sus conocimientos.
—Pero, chico, si tú has nacido para ser un científico —exclamó Vallisnieri—. Estás
perdiendo el tiempo lastimosamente estudiando leyes.
—Ah, maestro; pero es que mi padre se empeña.
Vallisnieri, indignado, fue a ver al padre de Spallanzani, reconviniéndole por hacer
caso omiso del talento natural de Lazzaro y obligarle a estudiar Derecho.
—Su hijo —le dijo— será con el tiempo un investigador que honrará a Scandiano,
se parece a Galileo.
A consecuencia de esto el avispado Spallanzani fue enviado a la Universidad de
Reggio para emprender la carrera de ciencias.
El ser hombre ciencia en aquella época era profesión mucho más respetable y
segura que cuando Leeuwenhoek empezó a fabricar lentes. Las Sociedades científicas
obtenían en todas partes el apoyo generoso de los parlamentos y de los reyes: no
sólo empezaba a ser tolerado el poner en duda las supersticiones, sino que llegó a ser










moda el hacerlo así. La emoción y la dignidad de profundizar en el estudio de la
Naturaleza empezaron a abrirse paso en los laboratorios retirados de los filósofos;
Voltaire se refugió en las delicias campestres de la Francia rural para dominar los
grandes descubrimientos de Newton y poderlos vulgarizar en su patria; la ciencia llegó
a penetrar hasta en los brillantes salones, satíricos e inmorales, y grandes damas,
como Madame de Pompadour, leía la prohibida Enciclopedia. A los veinticinco años de
edad hizo Spallanzani una traducción de los poetas clásicos y criticó la versión italiana
de Hornero, considerada hasta entonces como una obra maestra; y bajo la dirección
de su prima Laura Bassi, la célebre profesora de Reggio, estudió matemáticas con
gran aprovechamiento. Por esta época se dedicaba ya en serio a tirar piedras sobre el
agua, y escribió un trabajo científico tratando de explicar la mecánica de estas piedras
saltarinas. Se ordenó sacerdote católico y se ayudaba a vivir diciendo misa.
Antes de cumplir los treinta años fue nombrado profesor en la ciudad de Reggio,
donde explicaba sus lecciones ante un auditorio entusiasta que le escuchaba
pasmado; allí fue donde dio comienzo a su labor sobre los animalillos, aquellos seres
nuevos y pequeñísimos descubiertos por Leeuwenhoek, empezando sus experimentos
cuando corrían el peligro de retornar al nebuloso incógnito de que los había sacado el
holandés.
Estos animalillos eran objeto de una controversia extraña, de una lucha enconada,
y, a no ser por esto, habrían seguido siendo durante siglos curiosidades o habrían sido
olvidados. La discusión giraba en torno de esta cuestión: ¿Nacen espontáneamente los
seres vivos, o deben tener padres forzadamente, como todas las cosas vivientes?
En los tiempos de Spallanzani el vulgo se inclinaba por la aparición espontánea de
la vida.
II
Los mismos hombres de ciencias eran partidarios de este modo de ver: el
naturalista inglés Rosso decía enfáticamente: «Poner en duda que los escarabajos y
las avispas son engendrados por el estiércol de vaca, es poner en duda la razón, el
juicio y la experiencia». Incluso los animales tan complicados como los ratones no
necesitaban tener progenitores, y si alguien dudase de esto, no tenía más que ir a
Egipto, en donde encontraría los campos plagados de ratones para gran
desesperación de los habitantes del país.
Spallanzani tenía ideas vehementes acerca de la generación espontánea de la
vida; ante la realidad de los hechos, estimaba absurdo que los animales, aún los
diminutos bichejos de Leeuwenhoek, pudieran provenir de un modo caprichoso, de
cualquier cosa vieja o de cualquier revoltijo sucio. ¡Una ley y un orden debían predecir
su nacimiento; no podían surgir al azar» ¿Pero cómo demostrarlo?
Y una noche, en la soledad de su estudio, tropezó con un librito sencillo e
inocente, que le demostró un nuevo procedimiento de atacar la cuestión del origen de
la vida. El autor del libro no argumentaba con palabras sino con experimentos que, a
los ojos de Spallanzani, demostraba los hechos con toda claridad.
«Redi, el autor de este libro, es un gran hombre —pensó Spallanzani
despojándose del levitón e inclinando su robusto cuello hacia la luz de la bujía—. ¡Con
cuanta facilidad dilucida la cuestión! Toma dos tarros y pone un poco de carne en
cada uno de ellos; deja descubierto el uno y tapa el otro con una gasa. Se pone a
observar y ve cómo las moscas acuden a la carne que hay en el tarro destapado, y
poco después aparecen en él los gusanos y más tarde las moscas. Examina el tarro
tapado con la gasa y no encuentra un solo gusano, ni una sola mosca. ¡Qué sencillo!
No es más que cuestión de la gasa, que impide a las moscas llegar hasta la carne.
A la mañana siguiente, el librillo inspirador le hizo pensar en la misma cuestión,
pero ya no en relación con las moscas, sino con los animales microscópicos. Por aquel
entonces todos los profesores admitían que si bien las moscas podían proceder de
huevecillos, era en cambio seguramente posible la generación espontánea de los
animales subvisible. Spallanzani, torpemente, empezó a aprender a cultivar bichejos
microscópicos y a manejar el microscopio.
Por aquel mismo tiempo, otro clérigo, llamado Needham, católico ferviente y
aficionado a imaginarse que podía hacer experimentos, iba adquiriendo celebridad en
Inglaterra y en Irlanda, con la pretensión de que el caldo de carnero engendraba
maravillosamente animales microscópicos. Needham dio cuenta de sus experimentos
a la Real Sociedad, cuyos miembros condescendieron a tomarlo en consideración:
refería Needham cómo había tomado una cierta cantidad de caldo de carnero recién
retirado del fuego, como había puesto el caldo en una botella y lo había tapado
perfectamente con un corcho para que no pudieran penetrar ni seres ni huevéenlos
provenientes del aire. Había calentado después la botella y su contenido en cenizas
calientes, pensando: «Seguramente morirán así todos los animalillos o todos los
huevos que pudieran quedar dentro de la botella». Dejó en reposo el caldo y la botella
por espacio de varios días, sacó el corcho y, ¡oh maravilla de las maravillas!, al
examinar el caldo al microscopio, lo encontró plagado de animalillos.
«Es un descubrimiento trascendental —decía el bueno de Needham a la Real
Sociedad—; estos animalillos sólo pueden proceder de la substancia del caldo.
¡Tenemos aquí un experimento que nos demuestra que la vida puede surgir
espontáneamente de la materia muerta!» y añadía después que no era indispensable
que el caldo fuera de carnero: hacía el mismo efecto una sopa de semillas o de
almendras.
El descubrimiento de Needham produjo enorme sensación entre los miembros de
la Real Sociedad y en todo el mundo docto: no se trataba de una fantasía, sino de un
riguroso hecho experimental. Los directivos de la Real Sociedad se reunieron y
pensaron nombrar a Needham miembro de aquella restringida aristocracia del saber;
pero allá lejos, en Italia, Spallanzani leía las sensacionales noticias referentes a los
animalillos creados por Needham a partir del caldo de carnero, y a medida que iba
leyendo fruncía el entrecejo y se le achicaban los oscuros ojos, acabando por bufar:
—Los bichos no nacen espontáneamente del caldo de carnero ni de las almendras
ni de cosa alguna. Este experimento tan bonito es una superchería; tal vez el mismo
Needham no lo sepa, pero aquí hay gato encerrado y yo voy a destaparlo.
El diablo de los prejuicios volvía a hacer su aparición.
Spallanzani empezó a afilar sus armas para emplearlas contra su colega de
sacerdocio, porque el italiano era un tipo duro que gozaba destruyendo todas las ideas
contrarias a las suyas:
«¿Porqué han aparecido esos animalillos en el caldo calentado y en las sopas de
semillas? Pues indudablemente porque Needham no calentó la botella todo el tiempo
que era necesario y seguramente porque no la tapó herméticamente».
En ese momento hizo su aparición el investigador que Spallanzani llevaba dentro:
no se acercó a la mesa para escribir a Needham acerca del asunto, sino que fue
derecho a su polvoriento laboratorio. Comenzó a poner a prueba, por desechar sus
propias explicaciones: Needham no había calentado el caldo bastante tiempo..., tal
vez existiesen animalillos o sus huevos, capaces de soportar un calor tremendo,
¡quién sabe! «Ahora no sólo voy a calentar estas sopas un rato, sino que las tendré
hirviendo una hora— exclamó, y al mismo tiempo que encendía sus hornillos
murmuraba—: ¿Cómo me las compondré para tapar las redomas? Los corchos pueden
no ajustar bien y dejar que se cuele gran cantidad de cosas diminutas». «Ya está:
fundiré a la llama los cuellos de las redomas, las cerraré con el mismo vidrio y cosa alguna, por pequeña que sea, podrá filtrarse a su través». Y uno a uno, calentó a la
llama los cuellos de las relucientes redomas hasta que, fundiéndose, quedaron
perfectamente cerradas; dejó caer algunas cuando se calentaron demasiado, se
chamuscó la piel de los dedos, soltó unos cuantos garabatos y preparó nuevas
redomas para substituir a las rotas. Una vez que las tuvo sellada y dispuestas,
murmuró:
—Ahora les hace falta un buen calentón.
Y durante horas, que se le hicieron interminables, cuidó de las redomas, que
danzaban y se entrechocaban en los calderos de agua hirviendo. Hirvió una serie de
redomas durante unos cuantos minutos solamente y mantuvo otra a la temperatura
de la ebullición por espacio de una hora entera. Sacó de las calderas las redomas que
contenían el caldo hirviente y las puso a un lado, a esperar que pasaran unos días,
llenos de ansiedad, para ver si en ellas aparecía cualquier clase de animalillos. Pero
hizo, además, otra cosa muy sencilla que olvidaba ya contar: preparó una serie
duplicada de caldos en redomas tapadas con corchos, no selladas a fuego, y después
de hervirlas durante una hora, las puso al lado de las anteriores.
Dedicó los días que siguieron a múltiples cosas que no eran suficientes para
consumir su infatigable actividad: escribió cartas al célebre naturalista suizo Bonnet
dándole cuenta de sus experimentos, jugó a la pelota, salió de caza y de pesca y dio
conferencias acerca de temas científicos. Un buen día desapareció dando lugar a que
sus discípulos, sus colegas y las damas se preguntaran: «¿Dónde está el abate
Spallanzani? Había vuelto a sus series de redomas llenas de caldos de semillas.
III
El examen minucioso de las gotas de caldo procedentes de las redomas que
habían sido hervidas durante una hora tuvo su recompensa... nada. Ávidamente se
dirigió a las que sólo habían hervido unos minutos y rompiendo los cuellos, como
había hecho con las otras, examinó su contenido.
—¿Qué es esto? — exclamó.
Aquí y allá, en el grisáceo campo visual del lente, descubrió alguno que otro
animáculo juguetón; no eran microbios grandes como otros que había visto, pero de
todas maneras eran seres vivientes.
—Parecen pececillos diminutos como hormigas— murmuró, y de repente cayó en
cuenta de algo muy importante—,. Estas redomas estaban cerradas a fuego, nada ha
podido penetrar en ellas procedente del exterior y, sin embargo, hay en ellas
animalillos que han podido resistir la temperatura del agua hirviente.
Con mano nerviosa se dirigió a las redomas que había tapado con corchos, como
había hecho Needham, su enemigo, y sacando éstos, extrajo cor* pequeños tubos
unas cuantas gotas del líquido. Cada una de las redomas que habían sido tapadas con
corchos, no cerradas a fuego, estaba llena de animalillos; hasta las mismas redomas
encorchadas que habían sido hervidas durante una hora «eran como lagos donde
nadasen peces de todas clases, desde ballenas hasta carpas», lo que hizo exclamar a
Spallanzani:
—Esto significa que los animalillos que hay en el aire lograron colarse en las
redomas de Needham, además, he descubierto un nuevo hecho de gran importancia:
que los seres vivientes pueden soportar la temperatura del agua hirviendo y seguir
vivos; para matarlos hay que mantenerlos a esta temperatura durante una hora.
Fue un día grande para Spallanzani, y aunque él mismo no se diese cuenta de
ello, fue también un gran día para el mundo había demostrado que era errónea la
teoría de Needham de la generación espontánea de los animalillos, de la misma




manera que Redi, el viejo maestro, había demostrado que la carne putrefacta no
podía por sí sola engendrar moscas. Mas no era sólo esto: había libertado a la ciencia
de la caza de los microbios, en sus albores entonces, de uno mito fantástico, que
habría sido causa de que los hombres de ciencia dedicados al cultivo de otras
disciplinas rehusasen el estudio de la microbiología como una rama sana del
conocimiento.
Llamó Spallanzani a su hermano Nicolo y a su hermana, para darles cuenta del
brillante resultado de sus experimentos, y después, con gran animación, enseñó a sus
discípulos que la vida sólo procede de la vida, que todos los seres vivos, aún esos
mismos bichejos despreciables, tienen forzosamente progenitores. Cerremos a fuego
las redomas conteniendo el caldo y nada puede penetrar en ellas procedente del
exterior; calentémoslas bastante tiempo, y muere todo, hasta esos mismos bichejos
tan resistentes al calor. Hagamos esto, y nunca encontraremos ni un solo animal vivo,
cualquiera que sea el caldo empleado y aunque lo conservemos hasta el día del juicio.
Después lanzó a la cabeza del pobre Needham un brillante trabajo lleno de ironía que
conmovió al mundo científico en sus cimientos.
La discusión entre Spallanzani y Needham no quedó circunscrita al ámbito de las
academias; se filtró por sus puertas, salió a la calle y se coló de rondón en los salones
más elegantes. Al mundo le hubiera agrado más creer a Needham, porque la gente
del siglo XVIII era cínica y alegre; por doquier, los hombres se reían de la religión y
negaban todo poder supremo de la Naturaleza, deleitándose ante la idea de que la
vida pudiera ser engendrada al azar; pero los experimentos de Spallanzani eran tan
claros, tan difíciles de contradecir, aún empleando los razonamientos más
sofisticados, que...
Entretanto, el bueno de Needham no se había dormido sobre sus laureles; era un
experto en publicidad, y para apoyar su causa fue a París a dar conferencias acerca de
su caldo de carnero, y allí trabajó amistad con el célebre conde de Buffon, hombre
rico, guapo y aficionado a escribir sobre asuntos científicos, que creía podía sacarse
de la cabeza hechos concretos y que vestía demasiado bien para ser un
experimentador. Al mismo tiempo, conocía bastante bien las matemáticas, había
traducido al francés las obras de Newton y, teniendo en cuenta que podía barajar
cifras complicadísimas y que pertenecía a la nobleza, tendremos que reconocer que
disponía de medios para saber, aún sin hacer experimento alguno, si los animalillos
venían al mundo sin necesidad de tener padres ni madres: así razonaban los ingenuos
de París.
—¿Cuál es la causa de que animalillos sean engendrados en el caldo de carnero
aún después de haberlo calentado, señor? —podemos figurarnos preguntaría
Needham al noble conde, y el cerebro de Buffon, en plena tormenta imaginativa
contestó:
—Padre Needham, ha hecho usted un descubrimiento magnífico, trascendental;
ha puesto usted el dedo en la mismísima fuente de la vida, en el caldo de carnero ha
hallado usted la fuerzas creadora de la vida; porque una fuerza debe ser; todo es
fuerza.
—Llamémosla entonces «Fuerza Vegetativa», señor —replicó el padre Needham.
—Un nombre muy apropiado— dijo Buffon.
La Real Sociedad, precipitadamente y para adelantarse al clamor popular, eligió
miembro de ella a Needham, y la academia de Ciencias de París le nombró socio
correspondiente. Spallanzani, entretanto, allá en Italia, se paseaba furioso por su
laboratorio, como una fiera enjaulada; la ciencia estaba en peligro, se hacía caso
omiso de los hechos desapasionados, sin los cuales carece de valor aquélla.

Inopinadamente, al hacer Needham una objeción a uno de los experimentos de
Spallanzani, se le presentó la ocasión que estaba acechando. «Su experimento carece
de base —escribió al italiano— porque ha calentado usted las redomas por espacio de
una hora, y ese calor tan fuerte debilita y perjudica a la Fuerza Vegetativa hasta el
punto de que no le es posible crear animalillos». Esto era precisamente lo que
Spallanzani estaba esperando oír, y olvidándose de sus deberes religiosos, los grandes
auditorios de ávidos estudiantes y las hermosas damas a quienes entusiasmaba visitar
su museo, se arremangó hasta el codo y se lanzó a la tarea, no ante la mesa de su
estudio, sino ante la del laboratorio; no con pluma, sino con sus redomas, sus
semillas y sus microbios.